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20 años del IDAES

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¿Es posible una democracia radical sin antropología?

Alejandro Grimson11. IDAES, UNSAM/C (…)

En las llamadas “sociedades complejas”, la antropología tiene la tarea casi inalcanzable de reponer todas las heterogeneidades constitutivas, con sus historias peculiares, sus puntos de vista y sus entramados relacionales. No son solo las alteridades radicales, son las alteridades vividas e impensadas del día a día, donde la territorialidad, la etnicidad, la racialidad, el género y la clase operan de modos multidimensionales. En las relaciones en la plaza y el mercado, en las relaciones virtuales y cara a cara, en los vínculos laborales y políticos.

Ahora bien, ¿a qué nos referimos con “democracia radical”? Nos referimos a una forma de gobierno electiva, participativa, donde haya lugar para comprender de raíz las heterogeneidades de cada sociedad, donde pueda haber libertad para imaginar los modos más adecuados de representación, donde reinen las libertades entre seres humanos iguales, donde los derechos sociales, civiles y políticos más básicos resulten inviolables, tanto los individuales como los colectivos.

Planteada de esa manera, la democracia radical parece utópica. Sin embargo, hay gradaciones, hay distancias y cercanías respecto de cualquier ideal. Y hay también concepciones y contribuciones de la antropología que nos acercan o no en esa posible construcción. Por caso, las antropologías exotizantes, que en América Latina han producido orientalismos internos, racializaciones nacionales, son compatibles con diversos proyectos políticos, pero no con una democracia radical. Por otro lado, las concepciones de la antropología para “darles voz a los que no tienen voz”, de visibilizar lo invisibilizado, de mostrar la pureza ética idealizada de los sectores subalternos, han sido en su momento un paso que realizó contribuciones a una visión más plural de las sociedades y criticó sentidos comunes hegemónicos. Sin embargo, acabó fabricando cartografías culturales fijas, inflexibles, sustituyendo a veces los prejuicios negativos por otros positivos. Lo cual no es poco, pero no puede ser nuestro objetivo.

Quizás esto se entienda mejor si podemos explicitar que cuando postulamos la relación entre etnografía, heterogeneidad y democracia no estamos defendiendo una perspectiva multicultural. Para nosotros el multiculturalismo ha sido una propuesta muy localizada en el tiempo y en el espacio para responder a la crisis de la relación entre sociedades nacionales y heterogeneidad. Ante el fracaso de los postulados uniformizantes de los relatos nacionalistas clásicos, el multiculturalismo postuló un modo muy específico de “gestionar” la heterogeneidad realmente existente. Entre sus presupuestos más básicos, había una noción esencializada de etnicidades o culturas. Por ejemplo, no eran visibles sus heterogeneidades y desigualdades “internas” o transversales a varias etiquetas culturales. En ese sentido, prestaba escasa o nula atención a las complejidades, ensamblajes y dinámicas históricas. Por otro lado, el multiculturalismo le otorgaba un énfasis excesivo a la relación entre cultura y territorio. Su multiculturalidad debía y debe expresarse en multiterritorialidad, en la separación espacial.

El multiculturalismo ha sido la solución prevaleciente en los Estados Unidos como dispositivo de gestión de su propia heterogeneidad. Así como se ha instalado para todos los ámbitos de la vida, el multiculturalismo se intentó establecer como solución global para lidiar con la heterogeneidad. Y ese proyecto fracasó antes en otros países del mundo y después en los Estados Unidos. Se repitió de alguna manera la historia del modelo francés asimilacionista.

El territorio es un tema relevante y a veces crucial, como todos los derechos individuales y colectivos que están en juego en la construcción política de una convivencia entre diferentes que son iguales. Iguales ante la ley. Iguales ante la diferencia. Sobre todo para una democracia radical, cuando la igualdad resulte indiscutible en términos de poderes es cuando las diferencias pueden ser libradas a toda su dinámica y su potencia transformadora. Porque en el ideal no se busca la “conservación” o “preservación cultural”. Se busca que tanto la continuidad como el cambio sean decididos libremente por seres humanos que no tienen imposiciones económicas, políticas o culturales. Y que son parte de sociedades y de distintos colectivos.

Nada de eso es factible, ni siquiera en procesos de aproximación, sin el trabajo intenso de la antropología. Porque la antropología asume que trabaja en los intersticios de la multiplicidad de los puntos de vista. Trabaja en su reconstrucción, en la traducción en múltiples direcciones. Porque una comprensión más acabada de los seres humanos con quienes convivimos es una comprensión de cada punto de vista. En ese sentido, se entenderá que las democracias profundas del futuro no solo necesitan más antropología y más antropólogos. Eso es necesario, pero no suficiente.

La antropología pública cobrará una importancia creciente para una democracia radical. Se trata de una antropología que no se dirige a colegas y expertos, sino que busca que las propias sociedades se apropien y utilicen el conocimiento producido por los practicantes de la disciplina. Que los actores sociales puedan comprender mejor los otros puntos de vista. En otras palabras, aportar para vivir en sociedades más antropológicas, en el sentido de asumir que su propio punto de vista es tan contingente como los otros. Y que no por ello deja de ser el propio. Pero ese punto de vista ya no se encuentra reificado, ya no puede dar lugar a variantes de colonialismo, porque la deshumanización radical del otro solo es factible sobre la base de su desconocimiento.

Así como ese desconocimiento es una política de dominación y colonización plenamente vigente, la política del conocimiento y la comprensión es la erosión de las bases mismas de esa desigualdad estructurante. La antropología es una condición sine qua non de una democracia radical.

No hay democracia sin descentramiento. No hay descentramiento sin vivencia de la alteridad. La vivencia permite imaginar políticas de la convivencia, de diálogo, de intercambio. Sabemos muy bien para qué se inventó la antropología. Creo que podría ser crucial que comprendamos la potencialidad política de nuestras reinvenciones teóricas y metodológicas contemporáneas.

La antropología ha sido y puede ser miles de cosas.22. Aquí retomo lo (…) Quisiera desplegar la idea de una antropología comprometida con el presente de sus propias sociedades. Sabemos que nadie cree hoy que un compromiso antropológico pueda reducirse a denunciar situaciones de injusticia. ¿Por qué necesitamos más que nunca del compromiso político de la antropología? Porque el mundo se deshace ante nuestros ojos y porque todo lo sólido se desvanece en el aire.

Desde el sur, debemos leer de modo peculiar la historia de la antropología con fines de apropiación y construcción de linajes. Es imposible exagerar la relevancia epistemológica y política de buscar comprender a las sociedades no occidentales, ampliar los puntos de vista sobre el mundo, multiplicar los mundos humanos, transformar las ideas establecidas. Pero, más allá de las historias de colonialismo, cualquier descontextualización del conocimiento plantea serios problemas políticos y epistemológicos.

Proponer una antropología comprometida es una formulación a la vez precisa e intencionalmente ambigua. Ambigua porque no pretendemos proponer ninguna receta peculiar acerca de dicho compromiso. Se trata de un compromiso en el sentido del interés en preguntarse acerca de cómo el conocimiento antropológico puede contribuir a una crítica de las relaciones de poder social y culturalmente instituidas. Una antropología que sabe, reconoce y respeta que hay muchos otros desarrollos disciplinares, pero que también desea ser respetada en sus opciones. Opciones que, por otra parte, son diversas y divergentes, en largas tradiciones con los pueblos indígenas, con los afroamericanos, con los movimientos sociales, con los sectores populares. Divergentes porque no ha habido ni podrá haber una caracterización homogénea de las relaciones sociales y culturales.

Uno de los elementos conceptuales en los que hemos avanzado durante este siglo ha sido justamente el reconocimiento de la heterogeneidad social, cultural y política de América Latina, y su distinción respecto de la necesidad de articulaciones políticas. El hecho de que distintos procesos de unidad política regional merezcan ser celebrados no se deriva de algún sustrato cultural latinoamericano. Más bien se deriva del reconocimiento de posiciones relativamente equivalentes ante el desigual proceso de globalización. Lo cual no niega la especificidad con que cada país abordó los vínculos estado-sociedad, sus territorios, las relaciones entre los blancos y los no blancos, las desigualdades de género y de clase, los lenguajes del conflicto social.

La exigencia de contextualización puede realizarse en escalas distintas. Todas esas escalas, sin embargo, son históricas, conflictivas, relacionales, con tramas de heterogeneidad y desigualdad, con disputas de poder.

Quisiera detenerme en un caso de esta convergencia divergente. Me refiero a las transformaciones macropolíticas vividas en este siglo en varios países de Sudamérica. Por una parte, las situaciones locales y nacionales son realmente muy distintas y cambiantes, por ejemplo en Venezuela, Uruguay, Ecuador, Chile, Bolivia o Brasil.

Los antropólogos, como todos los ciudadanos, han tenido visiones más esperanzadas y más críticas, más vinculadas a apoyar medidas que generaron más igualdad, más reconocimiento, más democracia, y otras que han colocado el énfasis en el apoyo de movimientos sociales que tensionaron o se opusieron a procesos neodesarrollistas o neoextractivistas, o a la seducción de las formas neoliberales del multiculturalismo.

Dichos debates políticos son especialmente interesantes y necesarios. Obviamente el papel de la disciplina no tiene nada que ver con saldarlos o resolverlos. Tiene que ver con contribuir a comprender no solo cada uno de los puntos de vista. También necesitamos comprender las lógicas de constitución de los puntos de vista. Las perspectivas no derivan de alguna naturaleza cultural, sino que son nodos de tramas sociales y de subjetividades en transformación.

Allí hay un anudamiento crucial: entre etnografía y democratización. Más reconocimiento, más pluralidad, una mayor perspectiva para entender las relacionalidades entre las demandas, sus historias, los sentidos prácticos de reclamos simbólicos, la construcción histórica de intereses, todo requiere de una multiplicación de las etnografías en nuestros países.

El mundo parece aproximarse a un abismo de incomprensión, en grupos que se perciben mutuamente como otros peligrosos. Sin embargo, hay procesos políticos y procesos de conocimiento que actúan en la dirección opuesta. Sin tradiciones etnográficas, sin renovaciones y reinvenciones etnográficas, el mundo real sería incluso más segregante y violento que el actual.

Entonces, si la antropología no existiera habría que inventarla. Y esto que parece trivial no lo es en América Latina para muchos de nuestros países donde esa tradición es frágil y donde nuestras disciplinas están aún en ciernes.

Por ello, hay objetivos inherentes a la antropología que han cobrado una enorme relevancia social y política en estos años. Me refiero a la búsqueda constante de comprensión, de descentramiento, de desplazamientos antietnocéntricos, de crítica implacable de los modos de estigmatización cultural, exclusión social y cerrazón política.

En América del Sur hemos ingresado en una nueva fase económica y política. Los nuevos desafíos tornarán aún más relevantes los aportes antropológicos. A grandes rasgos, la mayor parte de la primera década del siglo XXI revirtió la célebre tesis de Prebisch sobre el constante deterioro de los términos de intercambio. El aumento de los precios de los productos que América Latina exporta implicó por una parte un incremento cualitativo de las producciones de soja, de los proyectos mineros o petroleros. Los diferentes estados, en función de sus políticas, se apropiaron más, menos o nada de esas nuevas rentas, las controlaron más, menos o nada y actuaron más, menos o nada en términos redistributivos. Eso generó nuevas configuraciones políticas en varios países, incluyendo las referencias a los gobiernos progresistas y a los “populismos” y el debate sobre el “neoextractivismo”.

Sin embargo, hace ya unos años comenzaron a deteriorarse nuevamente los términos del intercambio y a caer los precios de la soja, los minerales y el petróleo, afectando las economías y los estados latinoamericanos. No hubo una reacción homogénea ante esta nueva situación, pero en la actualidad varios de esos gobiernos se encuentran en una situación muy compleja. Los oficialismos perdieron elecciones presidenciales en Argentina y en Chile, la destitución ilegítima de Dilma Rouseff y el encarcelamiento de Lula en Brasil, los cambios en Ecuador, la derrota del gobierno en el referendum en Bolivia y la muy delicada situación de Venezuela. En algunos casos, se cree que se trata de denuncias de corrupción o problemas de gestión. Es razonable preguntarse, sin embargo, si ese tipo de denuncias o problemas tienen el mismo impacto en la sociedad en contextos de crecimiento y procesos redistributivos, o en contextos de relativo estancamiento. También se ha dicho que esta situación es consecuencia de los medios de comunicación u otros poderes. Sin embargo, esto no responde la pregunta acerca de por qué en determinados contextos esas acciones resultan efectivas y en otros no, o en todo caso resultan bastante poco efectivas.

A primera vista, estas cuestiones parecieran propias de la ciencia política o la sociología política. Mi argumento es que son también temas muy caros a las tradiciones antropológicas latinoamericanas. Para asumirlos como tales es necesario analizar la trama de nuestras disciplinas y no solo los estudios particulares. Las tradiciones etnográficas nos han permitido comprender un sinnúmero de situaciones locales o de grupos, ya sean indígenas, afro, sectores populares, desigualdades de género, y más recientemente también de las élites y del Estado. Todos ellos se basan no solo en el trabajo etnográfico, sino también en el requisito antropológico del descentramiento.

Por ello, otro de los desafíos cruciales para las antropologías desde el sur es incrementar los procesos de agregación de estudios y de generalización. Si no hacemos esto, permaneceremos en buenos estudios localizados, que amplíen los horizontes de diversidad del mundo y también permitan refutar las generalizaciones con pretensiones de trascendentalidad realizadas desde otras disciplinas. El problema es que dichas generalizaciones no antropológicas, a veces agudas y a veces no tanto, no se sustentan en el principio del descentramiento y por lo tanto realizan contribuciones que nosotros podemos, al menos, complementar.

Por dar un ejemplo sencillo, la antropología nunca podría afirmar que los triunfos o derrotas de los llamados “populismos” o “antipopulismos” se explican por generalidades como el clientelismo, los medios, el autoritarismo, la economía u otras palabras similares. Las razones son sencillas. Primero, sabemos que hay hechos cuyo significado pretende ser clausurado con estos y otros términos. Segundo, sabemos que tanto los hechos como esas palabras están sujetos a procesos de interpretación vinculados a la multiplicidad de puntos de vista. Tercero, sabemos que los puntos de vista no son lugares fijos, inmutables o puros, sino que son cambiantes y están entremezclados los unos con los otros. Por todo ello, la tarea antropológica comienza por deshacer sentidos comunes, por colocar en entredicho a los supuestos generalizantes, por comprender las explicaciones como constitutivas de una disputa de interpretaciones.

En efecto, si pensamos a las sociedades como convergencias contingentes de puntos de vista, como construcción de sentidos comunes que suturan diferencias sociales y culturales, como resultado de fabricaciones hegemónicas que muchas veces ocultan los espacios de divergencia, entonces la tarea de agregación y generalización excéntrica resulta crucial. Tanto en términos epistemológicos como políticos. Podemos debatir en términos políticos si entendemos esa tarea centrada en empoderar movimientos en favor o de reclamo ante los gobiernos llamados “populistas” o “de izquierda”, si buscamos ampliar los horizontes de dichos procesos contemporáneos o si asumimos otra posición. Mi punto aquí es que más allá de esas diferencias, que no son solo diferencias de punto de vista, sino también tradiciones distintas respecto de cómo pensar los avances democráticos e igualitarios, la antropología tiene una tarea crucial como aporte al conocimiento y como aporte a las estrategias políticas en distintos niveles.

¿Por qué sufrió hace ya varios años una derrota completa la promesa de un cambio en el Paraguay? ¿Por qué sufrió derrotas electorales el kirchnerismo en la Argentina? ¿Cómo ha sido posible Temer después del PT? ¿Por qué se alcanzaron los niveles de disputa y complejidad de la situación venezolana? ¿Qué relación tiene esto con la alternancia que hubo en Chile? ¿A qué se debe la fragilidad de la izquierda o del populismo o de ambos, en los contextos peruanos y colombianos?

Aquello que se ha dado en llamar “el giro a la izquierda en América Latina” alude a fenómenos muy diferentes cuando son analizados país por país. En algunos casos, hubo rupturas en sistemas bipartidistas; en otros casos, la emergencia de fuerzas políticas después de veinte años de derrotas electorales; en otros, consecuencias inesperadas de grandes crisis de la etapa final del neoliberalismo clásico.

Es cierto que ha habido numerosas contemporaneidades en América Latina. Cierta cercanía temporal de los llamados populismos clásicos, en las dictaduras, en los regresos a los regímenes constitucionales, en la hegemonía de las políticas neoliberales y también en gobiernos posneoliberales, populistas o de izquierda. En cualquiera de las etapas mencionadas, muchos países no participaron de la tendencia general. Por otro lado, considerar que Bolivia y Paraguay, con Evo Morales y Lugo, fueron parte de la misma tendencia puede resultar un abuso tipológico.

Desde el punto de vista de los especialistas nacionales, provinciales o de grupos, el objeto que analizan constituye una excepción: un caso único. En realidad, todos los casos son únicos. La pregunta no es esa, sino por las historias y las contingencias anudadas en esa especificidad. Y sobre qué procesos generales nos habla un caso. Es decir, por qué constituye efectivamente un caso y, además, un caso de qué. ¿Un caso de gobierno de izquierda, de gobierno populista, de triunfo, de derrota, de reducción de desigualdades, etcétera?

¿Cómo definimos los problemas? Por supuesto, necesitamos un relativismo metodológico para escapar a los modos dominantes en el debate político y mediático en cada uno de los países. El aporte antropológico no consiste en mostrar que el “problema” es que el gobierno no gobernó tal como yo hubiese deseado. O en negar la existencia de problemas porque sí lo habría hecho. Por ejemplo, si en varios de estos gobiernos ha habido y hay tensiones entre modelos neodesarrollistas y otros que apuntan a una visión menos economicista del desarrollo, más integral, no necesariamente las pérdidas de legitimidad se han originado en el énfasis en el camino neodesarrollista. De hecho, la perspectiva crítica al neoextractivismo y al neodesarrollismo no ha logrado construir opciones políticas electoralmente viables en ninguno de los países.

Se trata de considerar a la sociedad como un conglomerado indigesto y dinámico de puntos de vista, de modos de sentir, de vivir, de mirar, de significar. Modos atravesados por las historias subalternas y hegemónicas, por las historias nacionales de inclusiones y exclusiones, por regímenes de visibilidad cambiantes en el tiempo, historizaciones de clasificaciones de clase, étnicas, raciales, de género, territoriales. Historizaciones del Estado. Y de sus ausencias. Historizaciones de la violencia. Social y política. Micro y macro. Doméstica y pública.

Formas de percepción sedimentadas. Cosmologías no reconocidas como tales. Experiencias locales, nacionales e internacionales desigualmente vividas. Diferencialmente sentidas. Perspectivas híbridas, retornos –estratégicos o no– al pasado vivido o imaginado. Celebraciones, alegrías, angustias, miedos, tristezas incorporadas. Hechas cuerpo.

Los antropólogos estudiamos fracciones, mundos o submundos. Periferias de las periferias. Pero la antropología asume y debe asumir que en cada detalle, en cada microcosmos, hay destellos de totalidades. Totalidades contingentes. Porque también las sociedades han atravesado y atravesarán vivencias de sutura de sus propias multiplicidades. Y experiencias de ausencia sistemática de ciertas suturas. Anudamientos y desanudamientos, escasos territorios vírgenes, territorios penetrados, estatal y masculinamente, blanco-céntricos y a veces mestizo-céntricos. Con nociones hegemónicas acerca de la raza, la nación, la política, el Estado, el poder, la democracia. Nociones que tienden a obliterar justamente la multiplicidad de puntos de vista. Que tienden a juzgar la diferencia a través de autorreferencialidades no pocas veces europeísticamente centradas.

Esta concepción de la potencialidad política de nuestro trabajo nos impulsa a postular esa relación entre etnografía, descentramiento y construcción de una democracia radical. Se trata de comprender, con relativismo metodológico, para deshacer articulaciones hegemónicas. Se trata de deshacer para transformar.

¿Hasta qué punto será eficaz una deconstrucción activa de esos significantes que buscan ir instituyendo las fronteras de la hegemonía? Nuevamente, las opiniones políticas serán divergentes. Pero, desde el punto de vista de una política de devenir mayorías, no hay forma de no abordar simultáneamente disputas políticas por las significaciones y por las expectativas de la sociedad. No hay forma de escapar a las exigencias ciudadanas, no resulta factible sustituir procesos distributivos por procesos de niveles de eficacia, de transparencia y de lucha contra la corrupción. Y viceversa.

No hay una antropología políticamente comprometida posible si no realiza una exotización de su propia sociedad. Exotización y descentramiento como caminos específicamente antropológicos hacia un análisis crítico. Crítico no solo de las antiguas formas hegemónicas, sino también de las limitaciones y carencias de cualquier proceso alternativo.

Comprender heterogeneidades sociales es un objetivo para una antropología comprometida con los sufrimientos y padecimientos de las mayorías. La condición de ese devenir es el compromiso con la sutura entre los ideales democráticos con las formas de percepción extendidas entre los sectores populares. Esos senderos indican la necesidad de la etnografía, del descentramiento y, en fin, de la propia antropología para una democracia radical.

1.

IDAES, UNSAM/CONICET

2.

Aquí retomo lo desarrollado en mi artículo “Desafíos para las antropologías desde el sur” Intervenciones en Estudios Culturales (2016, N° 3, pp. 135-149).

TEI – Métopes