De la crisis que estalló en diciembre heredamos algunas palabras que siguen marcando la vida socioeconómica del país. Otras, sintetizaron un clima de época y nos llevan a rememorar historias personales y colectivas: blindaje financiero, megacanje, cuasimonedas, corralito. Para aportar una reflexión desde las ciencias sociales, seis investigadorxs de la Escuela IDAES de la UNSAM debatieron sobre aquellos términos y expresiones que condensan un ciclo. En quince palabras, una guía para discutir un momento crítico de nuestra historia.
En 1991, en medio de la hiperinflación y la escasez de divisas, la Ley de Convertibilidad suprimió la mayoría de los controles cambiarios y financieros que existían en Argentina. Se desreguló el mercado de cambios, la compraventa de moneda extranjera, las inversiones financieras en Argentina y en el exterior. Fue uno de los factores que permitieron, primero, la entrada masiva de capitales desde el exterior y, después, la abrupta retirada de inversores externos y domésticos.
La desregulación financiera en Argentina fue un poco más profunda que en otros países de la región y del mundo, pero en términos generales acompañó una tendencia global. En 1997 el FMI instauró en su carta orgánica (los “Articles of Agreement”) la obligación para sus países miembros de liberalizar la cuenta financiera de la balanza de pagos, el paso más extremo de la desregulación financiera. Argentina fue presentada como un ejemplo en ese contexto, dada la profundidad y el celo con que el gobierno argentino la había llevado adelante.
Pero las crisis económicas, motorizadas por las desregulaciones financieras y los abruptos endeudamientos que las acompañaron, se sucedieron con notoria cercanía: en 1997 estalló la crisis asiática, en 1998 la rusa (que llevó a default tanto en dólares como en moneda doméstica), en 1999 la de Brasil, y luego la crisis turca junto con la Argentina. Esta serie ocasionó un fuerte cambio en el consenso de política económica: la completa desregulación financiera genera enormes riesgos a la economía, al aumentar la exposición y vulnerabilidad a los shocks internacionales. Unos 15 años después de la caída de la convertibilidad, se intentó avanzar otra vez en el mismo camino de desregulación financiera: las lecciones volvieron a ser las mismas.
Fue un régimen cambiario y monetario caracterizado por tres elementos principales. El primero: no había obstáculos a la conversión entre el dólar estadounidense y la moneda argentina (el peso, a partir de 1992). Segundo, por cada peso en circulación debía haber un dólar en las reservas del Banco Central. Por último, la convertibilidad fijaba un tipo de cambio fijo entre el peso y el dólar de 1 a 1. Estos ejes fueron finalmente derogados el 6 de enero de 2002.
La convertibilidad acabó con los procesos de hiperinflación de fines de los ochenta y principios de los noventa. Para ello ayudó no solo el tipo de cambio fijo, sino la entrada de divisas que. por distintos motivos (privatizaciones, endeudamiento externo, flujos de capitales), posibilitaron una expansión de la economía en los primeros años de la década de los noventa. Casi en simultáneo a las medidas, se empezaron a hacer sentir sus efectos sociales: desempleo, desindustrialización, desigualdad.
La bala que mató a la Convertibilidad fue el motivo tradicional que dinamita a regímenes de tipo de cambio fijo: una salida de capitales que disminuye las reservas. Esa salida fue la que impidió cumplir con el objetivo de defender la paridad. Sin embargo, en un sentido más profundo, las razones fundamentales de su caída están en los mismos factores que habían ayudado a su inicial consolidación. La apertura financiera y el endeudamiento externo permitieron en un primer momento la abundancia de dólares, pero finalmente dejaron una enorme carga y privaron de los recursos para poder afrontarla, en medio de intentos desesperados y descarnados de mantener vivo un régimen cuya fecha de defunción ya había estado determinada desde muchos años antes.
El año 2001 fue uno de los más cambiantes e intensos de la historia argentina. Iniciado con un “blindaje” financiero, siguieron crecientes turbulencias económicas hasta terminar en la caída de la convertibilidad, la declaración de la cesación de pagos sobre una deuda cercana a los 90 mil millones de dólares y el estallido de una crisis económica pronunciada y profundamente regresiva.
El accionar del capital concentrado interno acentuó la intensidad de esa coyuntura crítica al mostrar una compulsión inédita (por su magnitud) a la fuga de capitales. En efecto, solo en ese año se verificaron salidas de divisas por casi 30 mil millones de dólares (que representan aproximadamente un 65% del total de divisas “emigradas” de la economía nacional a lo largo del último año de vigencia del régimen de convertibilidad).
Las evidencias disponibles dan cuenta de un muy alto grado de concentración de la fuga de divisas en torno de un número sumamente reducido de empresas e individuos. En este plano, al ordenar los datos de acuerdo a los montos girados al exterior se comprueba que las primeras cien personas dieron cuenta de alrededor del 22% del total de divisas remitidas por este subgrupo durante el transcurso de 2001. Al revisar el listado de los principales emisores de capital aparecen apellidos de familias tradicionales de nuestro país y/o el de propietarios de varias de las principales firmas y grupos económicos locales: Pérez Companc, Angulo, Madanes Quintanilla, Frávega, Acevedo, Zupán, Sánchez Caballero, Blanco Villegas, Mc Loughlin, Escasany, Spadone, Moche, Juncadella, Fuchs, Elsztain, Constantini, Ayerza, Mitre, Otero Monsegur, Lacroze de Fortabat, Zorraquín, Oxenford, Bagó, Ruete, Handley y Duggan, entre los más conocidos.
Por su parte, la operatoria de las empresas reveló un nivel de concentración mucho más elevado que el de los individuos: mientras que las diez primeras dieron cuenta de casi un 35% de los montos totales transferidos por este subgrupo, las cien primeras explicaron el 70%. Una proporción considerable de la salida de divisas al exterior se relaciona con compañías que integran la cúpula empresaria local (las 200 firmas de mayor facturación). Entre otras se destacan varias compañías privatizadas y por accionistas de las mismas (Telefónica de Argentina, Repsol-YPF, Telecom Argentina, Edesur, Central Puerto, Transportadora de Gas del Sur, Aguas Argentinas, Metrogas y Transportadora de Gas del Norte entre las primeras, y Nidera, Aceitera General Deheza, PBB Polisur y Pluspetrol entre las segundas). Y también con firmas pertenecientes o vinculadas a los principales grupos económicos nacionales y extranjeros (Pérez Companc, Telefónica, Repsol, Techint, Clarín, Aluar-Fate, Macri, Fortabat, Arcor y Fiat).
La vuelta de Domingo Cavallo a la gestión, en marzo de 2001, fue el último recurso del gobierno de Fernando de la Rúa para salvar la convertibilidad, moribunda desde la devaluación del real brasilero dos años antes. El crédito le duró poco al padre de este régimen: la salida de capitales y depósitos no se detuvo, y en julio de 2001 Cavallo hizo un desesperado intento por reducir las necesidades de financiamiento público. El 31 de julio el gobierno promulgó la Ley de Déficit Cero (LDC). sancionada por el Parlamento el día anterior. Esta Ley planteaba que el resultado financiero del Estado Nacional debía ser neutro. De no ser así, debían aplicarse recortes de gasto hasta lograr dicho objetivo.
Ya promulgada la ley se hicieron fuertes recortes de gasto, incluyendo salarios y jubilaciones. Sin embargo, la LDC fracasó estrepitosamente en su objetivo: el recorte de gasto profundizó la caída de la actividad y la caída de la recaudación sin lograr reducir el costo del endeudamiento público. En otras palabras, no generó la “confianza” de los mercados que buscaba el gobierno. Su efecto contractivo fue meses después agravado por el corralito y la anunciada muerte de la convertibilidad. En el 2002, la Corte Suprema sancionó la inconstitucionalidad de la LDC.
El rotundo fracaso de esa norma no fue un obstáculo para que luego fuera adoptada en otros países en circunstancias similares. España, por nombrar un ejemplo, la instauró en la Constitución en el 2010, durante el comienzo de la crisis de la Eurozona. Como diez años antes en Argentina, los resultados contractivos fueron los mismos, y la “confianza de los mercados” siguió sin aparecer. Las continuas reducciones de gasto no fueron los salvavidas que sus defensores imaginaron.
El llamado “Blindaje Financiero” fue el primero de los tres intentos del gobierno de la Alianza por salvar la Convertibilidad y evitar la cesación de pagos en un marco de creciente recesión, dificultades políticas y deterioro externo. El mismo fue anunciado a finales del año 2000 por el presidente De la Rúa y consistió en un paquete de asistencia financiera por casi USD 40.000 millones, equivalentes a los compromisos de pago para los años 2001 y 2002.
Aunque se anunció como un masivo respaldo internacional que permitiría “blindar” (de allí su nombre) la economía doméstica, atender los vencimientos de deuda y generar un shock de confianza que permitiría revertir el ciclo, sus alcances reales fueron muy limitados. Las cifras eran grandilocuentes, pero la mayor parte del crédito no era “fresco” ni nuevo, y estaba sujeto a importantes condicionalidades. En primer lugar, entre los organismos multilaterales, el FMI aportaría USD 13.700 millones, de los cuales 6.700 millones estaban comprometidos previamente mientras, de manera similar, el BM y el BID conjuntamente comprometieron USD 5.000 millones que ya se encontraban tramitando. En segundo lugar, los bancos multinacionales y las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) habían acordado otorgar USD 20.000 millones en refinanciamiento y/o suscripciones de títulos, compromiso de muy dudoso cumplimiento. Finalmente, el único crédito nuevo, poco importante en relación a las necesidades del gobierno, pero significativo en términos políticos, fue el de USD 1.000 millones ofrecido por el gobierno de España.
Las dos operaciones que poco después lo siguieron (el megacanje y el canje por préstamos garantizados) mostraron la insuficiencia y el fracaso del Blindaje. A pocos meses de anunciado, la percepción generalizada era que había sido sólo una fachada, mostrando no sólo que no logró revertir las expectativas negativas, sino que agravó la percepción de riesgo de default. Sin embargo, el principal límite fue que estas promesas más o menos formales de crédito futuro no resolvían el problema de fondo, la abultada e insostenible carga de deuda que se encontraba en una espiral de continuo crecimiento y encarecimiento.
Se le llamó “Ley Banelco” a la Ley Nº 25.250 de Reforma laboral, eje del escándalo desatado en el Senado de la Nación en abril de 2001. Aquí hay tres cuestiones a considerar respecto de esta norma: i) el contenido de la ley, ii) el escándalo por el pago de coimas para su aprobación, y iii) la significatividad de estos dos elementos en el contexto de la crisis del 2001 y de la década previa de deterioro económico, político y social.
La Ley Nº 25.250 de reforma laboral ocupaba un lugar clave dentro de las iniciativas promovidas por la gestión de Fernando de la Rúa. Con ella se buscaba avanzar y consolidar los procesos de flexibilización que se habían logrado a lo largo de la década del 90, en el contexto de un creciente desempleo y precarización laboral, de magnitudes inusitadas dentro de la historia laboral y productiva argentina.
Esta ley tenía como ejes centrales i) la extensión del período de prueba a seis meses y hasta un año en el caso de las empresas pequeñas, que en un contexto de crisis y bajo nivel de actividad implicaba una precarización del vinculo laboral que dejaba en una situación de vulnerabilidad a los nuevos trabajadores; (ii) el fin de la ultraactividad de los convenios, instituto central en el modelo de relaciones laborales argentino, según el cual un convenio mantiene su vigencia hasta tanto las partes acuerden su renovación (lo cual constituye una salvaguarda para que los trabajadores no se vean obligados a aceptar un empeoramiento de sus condiciones laborales en contextos de debilidad), y (iii) posibilitaba que los convenios de empresa prevalecieran por sobre los sectoriales, lo cual también atacaba un eje central del modelo al promover la descentralización de la negociación colectiva.
Estas definiciones (junto a otros contenidos de la reforma tales como la reducción de cargas patronales o las nuevas formas de mediación y arbitrajes) se inscribían en un modelo productivo que sustentaba su competitividad en salarios bajos y respuesta flexible ante una demanda incierta. El esquema implicaba una profundización en la disputa del excedente sin atender de fondo la cuestión de su ampliación a través de políticas industriales y de innovación (que era la respuesta adoptada por otros países frente a un mundo que se alejaba del modo de producción fordista).
Por otra parte, el modelo perseguido por el gobierno (en acuerdo con las demandas de organismos internacionales) atentaba directamente contra la historia de organización de la clase trabajadora y su capacidad de negociación de las condiciones laborales, que la constituyeron como líder regional en el tema. Por lo tanto, más allá de la flexibilización de hecho lograda a través del aumento del desempleo y la informalidad (la tasa de desempleo durante los primeros meses de 2001 era del 16,4% y la de subempleo, del 14,9%), la “Ley Banelco” representaba para los trabajadores una pérdida de los mecanismos institucionales para la disputa del excedente logrados en más de medio siglo de historia.
Por otro lado, el costo político del proyecto frente al mundo del trabajo iba a generar complejas tensiones que se manifestaron en la fractura de la CGT, el escándalo del Senado por el pago de coimas para la aprobación de la ley, la renuncia del vicepresidente y la disolución de la alianza política que había llevado a De La Rúa al poder.
En particular, la denuncia de Hugo Moyano (en ese entonces líder de un sector opositor a la conducción de la central obrera) surgió luego de que el gobierno anunciara un acuerdo con la CGT para la aprobación de la ley y de que la norma obtuviera media sanción en diputados. Moyano declaró a la prensa que el entonces Ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, le había dicho, que para “convencer a los trabajadores tenemos la Banelco”, en alusión al uso de la conocida tarjeta de débito para el pago de coimas. En la investigación sobre el ilícito estuvieron involucrados, además de Flamarique y el ex presidente de la Nación, Fernando De La Rúa, el entonces secretario parlamentario del Senado, Mario Pontaquarto (que aportó material a la causa y diversas declaraciones), el entonces jefe de la SIDE, Fernando de Santibañes y cuatro senadores justicialistas (Augusto Alasino -presidente del bloque-, Alberto Tell, Remo Costanzo y Ricardo Branda).
Si bien la justicia no pudo demostrar la existencia del delito, en marzo de 2004 la ley fue derogada ya que se entendió que el escandalo había alcanzado una magnitud tal que dejaba un manto de desconfianza y falta de transparencia sobre todo el proceso. La ley fue reemplazada por una nueva norma laboral denominada Ley de Ordenamiento Laboral (Nº 25.877).
En diciembre de 2015, la Cámara Federal de Casación confirmó la absolución del ex presidente Fernando de la Rúa y del resto de los acusados. De acuerdo con la sentencia, no había elementos que probaran que los sobornos hayan existido y, por lo tanto, definieron que correspondía aplicárseles el beneficio de la duda.
Matías Matio es investigador y director del Centro de Capacitación y Estudios sobre Trabajo y Desarrollo (CETyD) de la Escuela IDAES de la UNSAM.
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Verónica Robert es investigadora del CONICET en la Escuela IDAES de la UNSAM, donde también se desempeña como Secretaria de Investigación.
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Los canjes de deuda implican el reemplazo de títulos públicos que no pueden ser pagados por otros nuevos, con el objetivo de aliviar los compromisos del deudor a partir de la modificación en los términos de repago, ya sea mediante el recorte en el capital, la reducción de la tasa de interés y/o el alargamiento de los vencimientos.
El llamado “Megacanje” fue una reestructuración preventiva impulsada por los bancos acreedores e instrumentada por el restituido ministro Cavallo en junio de 2001, con el fin de evitar el default. Al momento de implementarse, el endeudamiento era insostenible en el corto y en el largo plazo: el stock de deuda había crecido de manera explosiva en el marco de la Convertibilidad y estaba mayormente nominado en dólares, las tasas promedio anuales que se pagaban superaban el 8,5%, los plazos de habían acortado, el riesgo país se encontraba en alza, las posibilidades de nuevo financiamiento se habían esfumado y el efecto logrado por el Blindaje resultó efímero. La reestructuración tuvo como única “mejora” el aplazamiento de los pagos, lo que permitió descomprimir el calendario de vencimientos del siguiente lustro por un valor cercano a los USD 13.000 millones, pero a costa de aumentar el endeudamiento, vía tasas y capitalización, por más de USD 55.000 millones. El perjuicio que la operación implicó para el erario público, así como el pago de altas comisiones a los agentes colocadores, fueron objeto de denuncias y causas judiciales contra funcionarios argentinos.
Como en muchos otros casos históricos, esta operatoria, realizada en un contexto de debilidad financiera y política, sin mayores alivios o quitas, no despejó la incertidumbre sobre la situación de país ni resolvió los problemas de sostenibilidad. La insuficiencia del Megacanje y la voluntad del gobierno de atender las demandas de los acreedores para evitar a toda costa un incumplimiento llevaron a un nuevo canje de instrumentos en noviembre, en este caso de bonos (incluidos los recién emitidos) por préstamos garantizados (esto es, obligaciones cuyo repago estaba asegurado por impuestos) a implementarse en dos tramos, uno local y uno internacional. El primero se realizó de manera casi compulsiva, el segundo se vio truncado por la crisis de diciembre y la renuncia del presidente De la Rúa. La evidente situación de insolvencia del Estado nacional sería finalmente reconocida por un nuevo gobierno, que declararía el cese de pagos el 23 de diciembre de 2001.
Las cuasimonedas fueron bonos emitidos por los gobiernos de la Nación y de distintas provincias a partir del 2001, y que se mantuvieron en circulación hasta 2006, año en que culminó su “rescate”. Funcionaron como circulante en paralelo a los pesos, en un contexto de restricción de la emisión monetaria derivado del “1 a 1” (que ataba el circulante disponible para transacciones a la existencia de reservas internacionales) y del cierre o recorte de las fuentes de financiamiento.
El Estado nacional y los Estados provinciales comenzaron a emitir estos títulos para atender compromisos como el pago de salarios y otros gastos. A pesar de que en un inicio fueron rechazados, resistidos o tomados con gran descuento en los intercambios, de a poco fueron aceptados en términos de relativa paridad. Incluso llegaron a constituir una porción importante de la masa monetaria: desde el momento en que se emitieron, en julio de 2001, hasta octubre de 2002 representaron casi la mitad de la oferta de dinero.
En total se emitieron cuasimonedas en 15 diferentes jurisdicciones. Los “Patacones” bonaerenses y las “Lecop” de la Nación fueron las más famosas. Su magnitud se relacionó con la situación de cada provincia: la mayor emisora fue Buenos Aires (más de 3.300 millones de pesos), seguida por Córdoba, Entre Ríos y Mendoza. A pesar de su carácter disruptivo y provisorio, ampliaron la base monetaria para financiar el déficit fiscal, evitaron un mayor ajuste en las provincias, contribuyeron a “mover” las golpeadas economías provinciales y ayudaron a sostener la Convertibilidad hasta diciembre de 2001. La experiencia de las cuasimonedas argentinas incluso se tomó como referencia para realizar recomendaciones a países en problemas con regímenes monetarios inflexibles, como el caso de Grecia durante la crisis de deuda y el proceso de ajuste que experimentó luego del colapso financiero internacional de 2008.
A partir de 2003 se implementó el llamado programa de unificación monetaria, que consistió en el retiro de las cuasimonedas de circulación y tuvo como contrapartida la emisión de títulos públicos (BODEN 2011 y 2013). La normalización monetaria se realizó de manera paulatina; en 2006, se rescató la última serie de Patacones.
Se conoció como “Club del Trueque” un circuito de intercambio de bienes y servicios surgido en 1995 por iniciativa de un grupo de vecinos de Bernal y que creció al calor de la recesión y la escasez de circulante derivadas del esquema de Convertibilidad. La Red Global de Trueque, formada de nodos organizados local y regionalmente, se expandió de manera explosiva y llegó a involucrar en su momento de apogeo, en 2002, a miles de clubes y millones de personas en todo el país. Sus fundadores, un grupo de profesionales y ambientalistas, lo imaginaron como un circuito alternativo al del mercado que opera a través del dinero de curso legal. Además de servir de paliativo a la crisis, buscaban que pusiera en cuestión el individualismo de las prácticas económicas e impulsara los emprendimientos productivos, orientándose por las ideas de solidaridad, reciprocidad y sustentabilidad. Para los participantes que paulatinamente se acercaron sirvió como mecanismo de contención social y obtención de recursos. Los denominados “prosumidores” (mezcla de productores y consumidores) encontraron allí un espacio para asociarse y hacerse de productos y servicios. Al mismo tiempo, para mantenerlo activo debían contribuir ofreciendo y demandando.
Si en un inicio en el Club se intercambiaban productos de la canasta básica (como alimentos e indumentaria), más tarde la oferta de productos y servicios fue ampliándose y diversificándose, llegando a trocarse servicios profesionales y turísticos. Los beneficios del trueque fueron diversos: a las clases medias les permitió atenuar el deterioro de sus condiciones de vida y mejorar el rendimiento de sus menguados ingresos monetarios, mientras que a los sectores populares les permitió acceder a consumos, satisfacer necesidades y hacerse de ingresos, al menos para ser utilizados dentro del Club.
En sentido estricto, las transacciones no constituían trueque pues en los intercambios mediaban tickets que oficiaban de moneda. Los “créditos”, creados y acuñados dentro de la Red, tenían equivalencia con la moneda oficial (1 crédito = 1 peso) y cumplían con algunas de las funciones del dinero. Los casos de falsificación de créditos, las prácticas especulativas, las ventas de tickets y la distorsión de precios, entre otros factores, minaron la credibilidad y la confianza en la Red. Estos problemas, junto con la recuperación económica, estuvieron detrás del declive de su masividad.
Las segundas marcas surgen de una decisión estratégica de las empresas para segmentar el mercado en grupos de consumidores de diferentes poderes adquisitivos. Esta estrategia implica que la empresa desarrolle una línea que complemente su línea tradicional de productos de “primera marca”.
Si bien las segundas marcas, así como aquellas de consumo popular, siempre han tenido su lugar en los mercados, se identifica a la crisis del 2001 como uno de los momentos de mayor auge. La caída de las ventas en los productos de “primeras marcas” llevó a que muchas empresas sacaran “segundas marcas” para comercializar su producción. Por eso, su emergencia y crecimiento en los mercados de productos de consumo masivo visibilizó una profundización de las desigualdades.
Desde la perspectiva de la empresa, la segunda marca implica un diseño de marca diferente y una estrategia de comercialización especial para atender a los segmentos de bajos recursos que, en un contexto de crisis, constituyen el mercado en expansión. En muchos casos, implican diferencias de calidad -que justifican el diferencial de precios-, así como la comercialización bajo una marca distinta como modo de proteger la imagen de la primera línea. Sin embargo, en otros casos las diferencias de calidad son bajas o mínimas por la complejidad productiva que resulta de la diferenciación de la producción en una industria de procesos, donde la escala es el factor determinante.
Desde la perspectiva del consumidor puede implicar dos tipos de representaciones diferentes. Por una parte, el reconocimiento de haber caído en la pirámide social. Comprar una segunda marca significa retroceder en los estándares de consumo. Reemplazar el consumo de una primera línea por el de una segunda implica dar un paso hacia atrás en la búsqueda de las personas y las familias de ascenso social. Sin embargo, también puede ser leído como una opción racional de pagar lo justo e incluso desenmascarar precios abusivos de las primeras marcas: “¡por qué pagar el doble si el producto es el mismo!”. Esta estrategia última estrategia protege la asociación de la segunda marca al descenso social.
Desde una perspectiva agregada, las segundas marcas contribuyeron al proceso de deflación recesiva al que nos conducía la crisis más importante que había atravesado el país desde la década del 30. Pero también contribuyeron a afianzar un imaginario de sociedad fragmentada por sus ingresos y consumos: este segundo efecto ha demostrado ser permanente.
Las fábricas recuperadas, como su nombre lo indica, son plantas industriales gestionadas por sus propios trabajadores, que asumen el control de la organización después de que ésta entra en crisis o luego de un conflicto con la gerencia.
Si bien se habla de fábricas recuperadas en alusión a empresas manufactureras, también se reconoce la posibilidad del control de los trabajadores en otras ramas de actividad, bajo la denominación de empresas recuperadas.
Si bien los aspectos jurídicos de las fábricas o empresas recuperadas son complejos y de difícil resolución, en particular en lo que refiere a la propiedad del capital, desde el punto de vista organizativo se despliegan como una estrategia de supervivencia, que no solo sostiene empleo y actividad, sino también preserva competencias productivas. No obstante, la falta de resolución de los conflictos de fondo puede desalentar inversiones productivas o actualización tecnológica que les reste competitividad.
Desde el punto de vista económico, una visión neoclásica se va a sostener que estas empresas ya estaban en condiciones de inviabilidad productiva y que solo pueden sostenerse en el marco de ayudas estatales para su supervivencia. Desde un punto de vista crítico, esta visión puede ser contrapesada cuando se muestran que los objetivos de valorización de capital privado serán diferentes a los objetivos de valorización comunitarios y sociales. Desde la política pública, el apoyo al movimiento de fábricas y empresas comunitarias no implica una mera asistencia social, sino que puede ser vista como parte de una política de cuidados de las competencias productivas locales. Aun cuando estas empresas enfrenten dificultades para ganar competitividad, realizan una aporte valioso al tejido socio productivo al mantener vivo el proceso de producción, con la compleja red de actores involucrados, trabajadores, profesionales, proveedores y clientes.
A lo largo de la década del 90 y con particular intensidad durante la crisis, se multiplicaron las experiencias de fábricas y empresas recuperadas por sus trabajadores, en parte por la fuerte caída en el nivel de actividad económica y por la profundización de un modelo de exclusión en el que los trabajadores no podían prever una reinserción laboral en el contexto de desempleo creciente y deterioro de las condiciones laborales. Frente a ese escenario, la defensa de lugar de trabajo a través de la gestión obrera de fábricas que cierran sus puertas es muestra de la importancia de las respuestas sociales apalancadas en la organización comunitaria frente al deterioro de un modelo económico neoliberal que expulsa de las relaciones laborales convencionales en momentos de crisis.
Las fábricas recuperadas constituyen de este modo una expresión prototípica del contexto de crisis del 2001 al capturar de forma simultánea dos rasgos característicos de la época: la antesala de la crisis, de deterioro productivo e industrial y las estrategias de salida de la crisis, basadas en la organización comunitaria y social.
En los últimos estertores de la convertibilidad, el gobierno de Fernando De La Rúa impuso las medidas de restricción financiera y bancaria conocidas como el “Corralito” y el “Corralón”. El corralito restringía los retiros de dinero de las cuentas corrientes y cajas de ahorro por un monto de hasta 250 pesos (o dólares) por semana. El corralón implicaba la reprogramación automática de los plazos fijos en pesos y dólares. ¿Cuál era el objetivo? Evitar el retiro de depósitos, que ya sumaba decenas de miles de millones de dólares.
(Fragmento de Nueve Reinas, ópera prima de Fabián Bielinsky estrenada el 31 de agosto de 2000, un año y tres meses antes del "Corralito")
El corralito significó un golpe brutal a la economía. La sociedad argentina estaba poco bancarizada, se usaban poco las tarjetas de débito, crédito y cheques, y la gran mayoría de las transacciones se realizaban con efectivo. La principal e inmediata consecuencia fue la ruptura de la cadena de pagos. El corralito congeló los ingresos de la economía informal, el servicio doméstico, las changas, el comercio y un sinnúmero de actividades con millones de involucrados. Es probable que sea la medida de mayor impacto recesivo en la historia argentina hasta la pandemia del COVID-19.
(Fragmento de la conferencia de prensa en la que el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo anuncia el "corralito" - 02/12/2001)
Las restricciones, poco a poco, fueron aliviadas y levantadas durante el 2002. Para entonces, la pesificación asimétrica y las restricciones cambiarias habían borrado de un plumazo la posibilidad de una corrida bancaria en dólares. Pero el impacto y las vivencias originadas por el corralito se transformaron en una de las más indelebles y dolorosas experiencias asociadas a la crisis del 2001
A lo largo de la historia los Estados han interrumpido los pagos a sus acreedores. Los sucesivos ciclos de liquidez internacional dieron lugar a procesos de sobreendeudamiento soberano que fueron seguidos por olas de incumplimientos más o menos generalizados de los servicios de deuda entre países pobres o en desarrollo. Podemos denominar cesación de pagos o default soberano al incumplimiento (total o parcial) de estas obligaciones estatales. Desde el punto de vista legal, un evento de default es un episodio en el cual no se concreta el pago de capital o intereses en la fecha estipulada ni dentro del período de gracia establecido en los contratos. El default (que los gobiernos tienden a evitar, estableciendo en algunos casos reestructuraciones preventivas) es el resultado de una carga de deuda insostenible, esto es, de un endeudamiento que posee una magnitud y un perfil tales que hacen improbable (sino imposible) su pago.
El default soberano argentino de 2001, el mayor en la historia hasta ese momento, fue resultado de un largo proceso de endeudamiento público iniciado en la última dictadura militar y potenciado en los ’90. La colocación permanente de bonos y títulos durante la Convertibilidad, mayormente en moneda dura, bajo leyes extranjeras y a tasas de interés crecientes conforme se deterioraban las condiciones de solvencia y se cerraban los mercados voluntarios, llevaron a una situación insostenible a fines de 2001. Durante ese año se habían hecho tres intentos para mantener el “1 a 1” y evitar la cesación de pagos: el Blindaje, el Megacanje y el canje de títulos por préstamos garantizados. Las escasas reservas, los elevados compromisos con los acreedores y su peso en el presupuesto, la delicada situación de las cuentas públicas y el clima político y social propiciaron que el presidente Alberto Rodríguez Saá declarase aquel 23 de diciembre la suspensión de los pagos de la deuda externa. El default se oficializó con un incumplimiento en enero de 2002, y se extendió hasta involucrar a acreedores privados y bilaterales, que debieron esperar unos años para el inicio de las negociaciones.
Bajo el gobierno de Néstor Kirchner comenzaron las tratativas para la reestructuración de USD 81.000 millones en bonos. Bajo la fórmula “crecer para pagar”, se buscó un alivio sustantivo de la carga de deuda, apuntalar la recuperación económica y hacer socios del crecimiento a los acreedores. Las nuevas condiciones de repago fueron aceptadas por casi el 93% de los bonistas en dos rondas de canje sucesivas (2005 y 2010), pero impugnadas por una minoría litigiosa en los tribunales de Nueva York. Bajo la presidencia de Cristina Fernández, luego de algunos intentos fallidos de pago de la totalidad de lo adeudado con reservas y en medio del conflicto buitre, se llegaría a un acuerdo de refinanciación con los acreedores bilaterales en el marco del Club de París, recién en 2014.
Tras casi tres años de recesión económica, en 2001 las disputas giraban casi exclusivamente en torno del tipo de cambio, aun cuando no se manifestaran explícitamente de esta manera. En términos generales, se pueden distinguir dos grandes protagonistas de esta puja de intereses: de un lado, amplios sectores del capital productivo (conducidos por sus estamentos más concentrados) y, del otro, buena parte del sector financiero. En el medio se encontraba el principal representante institucional de los acreedores externos, el FMI, que pasó de defender a ultranza de la convertibilidad a cerrar filas detrás de la “salida devaluacionista”.
La fracción liderada por el sector financiero propugnaba una brusca reducción del gasto público. De acuerdo a la visión de estos sectores del gran capital, ese recorte debía pivotear sobre el despido de numerosos empleados públicos y una rebaja considerable de los sueldos estatales y de ciertas partidas presupuestarias (básicamente salud y educación), lo cual eliminaría la necesidad de nuevo endeudamiento para el pago de los intereses de la deuda externa. Como aspiración de máxima, todo ello debía complementarse con una dolarización de la economía que preservara en divisas los ingresos y los beneficios de las empresas que impulsaban esta “salida” de la convertibilidad. Al tiempo, la dolarización eliminaría el riesgo cambiario y por esa vía facilitaría la reanudación del flujo de capitales hacia la Argentina, colocándola una vez más en un “sendero virtuoso de crecimiento”.
Por su parte, el capital productivo impulsaba el reemplazo de la convertibilidad por un “modelo de dólar alto”. Aunque nunca fue planteado de manera explícita, la “opción devaluacionista” buscaba –y lograría con creces en 2002– reducir de inmediato los salarios y los costos salariales, tornando las exportaciones mucho más competitivas, incrementar el valor en moneda doméstica de los capitales locales fugados y aumentar la protección contra las importaciones para un diverso espectro de rubros productivos (de allí que amplios sectores capitalistas de pequeñas y medianas dimensiones respaldaran esta propuesta).
Esta “salida” también debía complementarse con un considerable ajuste fiscal y, luego del inevitable default, de una dura renegociación de la deuda que afectaría no sólo a buena parte de los acreedores externos sino también al sector financiero local, dado que eran titulares de una proporción importante de bonos de la deuda argentina.
Lo que estaba en discusión era si la forma en que se saldría de la convertibilidad derivaría en el mantenimiento del “mapa” de ganadores y perdedores dentro de los sectores dominantes o en su modificación; en otros términos, qué fracciones pasarían a ejercer la hegemonía y cuáles quedarían relegadas a posiciones de subordinación en el interior del bloque de poder. No obstante la agudeza del conflicto, los dos grupos contendientes coincidían en un punto: la principal variable de ajuste serían una vez más los ingresos y las condiciones de vida de los trabajadores y de los marginados y excluidos del sistema.
El fin de la convertibilidad fue acompañado de una crisis socioeconómica profundamente regresiva. El poder adquisitivo de la población disminuyó de modo abrupto con la mega devaluación que signó la salida de la convertibilidad (el salario real cayó en 2002 alrededor del 25%). De allí que no resulte casual que la pobreza medida por ingresos pasara del 38,3% de octubre de 2001 al 53% de mayo de 2002.
La crisis económica y social de 2001 es el hito culminante de un período de políticas neoliberales que desindustrializaron drásticamente la economía nacional. La postal de las canchas de paddle, los parripollos de los 90s y los ingenieros manejando taxis son reflejo de estas tendencias macroeconómicas.
Las políticas neoliberales comenzaron a aplicarse a partir del golpe de Estado de 1976 y se profundizaron en la década de 1990, transformando radicalmente la matriz productiva de nuestro país. Las capacidades manufactureras fueron seriamente dañadas por la apertura importadora, la caída del consumo interno por menor salario real y la eliminación de políticas de apoyo productivo y tecnológico. Como consecuencia el desempleo aumentó y la Argentina incrementó su dependencia de productos manufactureros importados. Los dólares perdidos por la vía comercial fueron temporalmente proveídos por vía de privatizaciones y endeudamiento externo, hasta que estas vías de financiamiento se agotaron.
Pero ¿qué es la desindustrialización y cómo esto afecta a las posibilidades de desarrollo económico? La desindustrialización es un proceso de transformación de la especialización productiva de las economías nacionales en el cual el sector manufacturero pierde participación a costa del avance de los servicios y/o los sectores primarios. La desindustrialización implica que la manufactura tiene una contribución cada vez menor en el empleo, el valor agregado y las exportaciones de la economía de un país. La mayoría de las economías del mundo, tanto desarrolladas como no desarrolladas, han transitado procesos de desindustrialización desde las últimas décadas del siglo XX.
Este fenómeno llamó la atención de economistas debido a que desde la Revolución Industrial, la manufactura es considerada el sector más importante para el crecimiento y desarrollo económico por sus efectos sobre: la productividad, la innovación y el cambio tecnológico y el comercio exterior, dado que produce bienes transables. Pero la característica mas importante de la manufactura que ha vuelto a la industrialización sinónimo de crecimiento es su elevada permeabilidad sobre toda la estructura productiva, que se funda en los amplios encadenamientos productivos hacia adelante y hacia atrás con otros sectores. Estos encadenamientos son canales de transmisión fundamentales para la difusión del progreso tecnológico así como de los impulsos de demanda y oferta sobre el resto del sistema productivo. Por ejemplo una mayor demanda de productos de línea blanca (lavarropas, heladeras, etc.) no solo generará mayor actividad en esta rama puntual, sino a través de ella en los eslabones hasta atrás (desde motores eléctricos, insumos y partes plásticas, hasta insumos básicos difundidos como la producción de siderúrgica) y hacia adelante: logística, comercialización, servicios de instalación y mantenimiento, etc. Al mismo tiempo, la demanda del sector de insumos específicos redundará en desarrollos de nuevos productos y procesos, mientras que la articulación con los canales de comercialización provocarán innovaciones en logística y distribución. Así, la manufactura actúa como un elemento modernizante del resto de la economía porque contribuye a tecnificar el sector primario y terciario y demanda nuevos conocimientos, servicios e infraestructura de red y comunicación.
Los trabajos que analizaron las tendencias de las últimas décadas hacia la desindustrialización encontraron dos modelos distintos, según sus causas y consecuencias sobre el crecimiento. Por un lado, una desindustrialización “madura”, correspondiente a la transitada por países de ingreso alto. Conforme aumenta el ingreso per cápita, la manufactura pierde participación en el empleo porque aumenta su productividad más rápido que otros. Este proceso es de alguna forma producto del propio éxito de la manufactura en su capacidad de generar innovaciones de procesos que aumentan la productividad laboral. Este modelo es consistente con una estructura productiva que alcanzó una etapa de “madurez” en el que a medida que avanza el proceso de desarrollo y el empleo manufacturero es reemplazado por empleo en servicios de alta calidad, orientados entre otras cuestiones a la profundización de los servicios pre y post venta de productos manufacturados, con mayor desarrollo de las áreas de diseño, investigación y desarrollo (aguas abajo) y el desarrollo de nuevas estrategias comercialización y ventas (aguas arriba).
Ese modelo contrasta con la otra alternativa conocida como desindustrialización “prematura”, que es el resultado de una brusca implementación de amplias políticas de desregulación, privatizaciones y apertura comercial que dañan las capacidades manufactureras de forma muy severa en algunos casos forzando a un traspaso de empleo de la manufactura hacia servicios. Aunque en este caso serán servicios de baja calidad, como comercio minorista y servicios personales, es decir estrategias de supervivencia dentro de una estructura productiva dañada que expulsa empleo de sus ramas más dinámicas hacia las actividades de menor productividad y valor.
En el primer caso, la industria manufacturera se reconfigura hacia los segmentos de mayor dinamismo tecnológico que implican fuertes ganancias de productividad y sostienen su rol dinamizador del crecimiento económico, aún con una menor participación en el empleo total. La industria manufacturera se reduce cuantitativamente, pero no cualitativamente. En el segundo caso, la especialización se centra en las ramas manufactureras de menor dinamismo tecnológico, y la pérdida del empleo no implica ganancias de productividad porque a la par, se contrae fuertemente su contribución al valor agregado. De esta forma, la desindustrialización en este caso pega de lleno sobre el papel del sector manufacturero como hilo conductor del progreso técnico y del desarrollo económico. Por otra parte, los trabajadores desplazados no encuentran sectores emergentes y competitivos donde insertarse laboralmente, lo que redunda en un fuerte crecimiento del desempleo, precarización laboral y despliegue de estrategias de autoempleo basadas en servicios de bajo valor y productividad.
En la medida en que la restricción externa reduce la posibilidad de sostener el crecimiento económico en el marco del modelo neoliberal, estas estrategias de autoempleo (muchas veces sostenidas sobre las indemnizaciones y retiros voluntarios) se desvanecen en un contexto de mayor competencia por menor demanda agregada. Estos trabajadores industriales desplazados no solo se vuelven trabajadores precarizados o desempleados, sino que también pierden el rol clave de contribuir a las competencias manufactureras y a su reproducción, corazón del crecimiento basado en el desarrollo industrial.
Verónica Robert. Es investigadora del CONICET en la Escuela IDAES de la UNSAM, donde también se desempeña como Secretaria de Investigación.
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Lorenzo Cassini. Es magíster en Desarrollo Económico de la UNSAM, donde también se desempeña como docente.
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Investigadores de la Escuela IDAES
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Verónica Robert
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Producción y edición
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Alejandro Zamponi
Diseño y programación
Carla Carrara, Gerencia de Comunicación UNSAM
Leandro Martínez, Gerencia de Comunicación UNSAM
Video de apertura
Esteban Rangugni y Alejandro Perrotta
Equipo Audiovisual UNSAM
Agradecimientos
Hernan Brignardello, Comunicación Escuela IDAES